Despegarse una uña no es divertido. Aunque pueda parecerlo. Y si lo sé es porque el sábado pasé cerca de una hora con una angustia terrible, un dolor insoportable, y un reguero de sangre saliendo de mi dedo meñique derecho.
La forma de despegar la uña fue bastante sencilla: pasando la bayeta por la encimera. Sí, así fue. En uno de mis ataques de limpieza compulsiva decidí sacar brillo a la encimera, y en eso estaba cuando, sin saber ni cómo ni por qué, mi dedo meñique se lanzó de cabeza contra la esquinita derecha de la base de la thermomix. ¡Ay! ¡mi thermomix! con lo que yo la quiero, y decide pagarme así.
Menos mal que Miq estaba en casa, porque nada como un “claro que te duele, ¿acaso no sabes que eso de despegar uñas lo usaban a modo de tortura?” para que una se sienta mejor. Ni ea, ea; ni cura sana, ni nada similar… y allí estaba yo, sin querer llorar (aunque los lagrimones de dolor caían por mi cara) y deseando terminar de recorrer los 10 metros de pasillo que me separaban de la habitación para dejarme caer en la cama y evitar el desmayo que veía se avecinaba.
Para no asustar al personal, aclararé que, afortunadamente, no se despegó del todo, y ni tan siquiera fue la uña entera. Así que ahora tengo un cuarto de uña (aprox) amoratado por la sangre; y aunque de vez en cuando me da un dolorcillo, sólo me acuerdo del “accidente” cuando escribo sobre teclado – como ahora – o cuando como mandarinas, la fruta actual de temporada, y que me pirra, para más inri. Ains, ¡qué cruz!
Salud,
Nür